
A Donald Trump le preocupa el gran déficit comercial que su país tiene respecto a China. No aprueba que, en resumen, Estados Unidos compre más mercancías chinas que producto nacional vende al gigante asiático. El presidente estadounidense teme el imparable crecimiento de su contendiente y la guerra arancelaria que hemos vivido en el último año da muestra ello, de cómo subiendo los tarifas, Trump intenta desequilibrar las cuentas de la economía mundial.
China ya no es la fábrica mundial del "todo a cien". La mayoría de su producción se dirige a su clase media, la más grande del planeta, y el aumento de la renta y el nivel educativo de las familias ha facilitado que su industria tecnológica haya crecido hasta igualar a la de países desarrollados. El gigante asiático es el país que más ingenieros, biólogos, matemáticos y científicos genera del mundo, 4,7 millones, y es que, como señalaba el periodista Javier Borràs: "China ha derribado el mito liberal-estadounidense de que la creatividad sólo florece en los sistemas democráticos". Las élites americanas temen que Pekín supere tecnológicamente a Silicon Valley, hay pavor por una América donde los ciudadanos compren más Huawei que Iphone.
Ahora bien, ¿Qué ha pasado en los últimos días?
Tras un año de tensas negociaciones, Trump y el presidente chino, Xi Jinping, estaban a punto de anunciar un acuerdo que finalmente se truncó. El dirigente estadounidense no tardó en sacar su arsenal a golpe de tuit y fijó el pasado viernes una subida del 10 % al 25 % en los aranceles a importaciones chinas valoradas en 200.000 millones de dólares. En respuesta, China tardó solo una hora y media en golpear e incrementó sus aranceles al 25 % a más de 5.000 productos estadounidenses.

Para entender las causas de este pulso comercial también debemos viajar al pasado, a la campaña presidencial de 2016, pues este conflicto debe estudiarse también en clave política interna. Trump cimentó sus votos en base al conocido lema America’s Great Again y prometió a la clase empobrecida, al mitificado angry white men, resucitar la industria pesada y manufacturera que había abandonado el llamado Cinturón de Óxido (estados de Ohio, Indiana y Minnesota). Siendo candidato en aquel momento forjó una identidad colectiva reacia al multilateralismo y culpó al libre comercio y a la globalización de todos los males que había sufrido la clase obrera. Reprobó con dedo acusador a empresas como General Motors de abandonar el país para irse a México y enarboló la bandera del proteccionismo. EE.UU desde ahora solo iba a preocuparse de sus problemas. El objetivo era proteger los puestos de trabajo americanos y los ciudadanos, en su desesperación, ignoraron una errática campaña llena de polémicas y compraron su receta.
La meta, hasta este momento, ha sido reducir las importaciones chinas, incentivar el consumo interno - hecho por y para estadounidenses - y rehacer cada uno de los tratados comerciales que el país firmó en el pasado. De esta forma, haciendo gala de su fachada de tipo duro y de negociador implacable, Trump, que se define a él mismo como el "hombre arancel", crece en las encuestas y se posiciona como un patriota garante de los intereses nacionales.
No obstante, a pesar de sus errores, mentiras y controversias, hay algo no puede negarse: durante su mandato, Estados Unidos vuelve a ser lo que era. El desempleo está en mínimos (3,6 %), la economía creció más del 3 % en 2019, suben los salarios como no lo hacían en nueve años, la inflación se estabiliza y se ha evitado la huida de empresas al extranjero. Todo ello, eso sí, a costa de endeudarse más y de trabajos precarios a media jornada. Recuerda a la estrategia de otro presidente igualmente querido por Wall Street, Ronald Reagan, que durante la década de los ochenta engordó la deuda nacional e hizo jugosas rebajas fiscales a los más ricos.
La importancia de llamarse China
China ha cambiado mucho durante este siglo. El pasado diciembre se cumplió el cuarenta aniversario del proceso de "reforma y apertura" con el que el dirigente chino Deng Xiaoping abrió las fronteras a la llegada del actual sector privado internacional. El gigante asiático cambió los campos de arroz por los talleres textiles y, ahora, moderniza su industria a través de los departamentos de I+D.
El activista y académico, Au Loong Yu, autor del libro China’s Rise (El ascenso de China) explica que en su país coexisten dos dimensiones de desarrollo capitalista. Una ha sido la llamada acumulación dependiente, donde el capital extranjero ha invertido desde los años noventa en mano de obra barata. Esta estrategia era útil a corto plazo para los inversionistas extranjeros por los bajos costes de los que disfrutaban pero, ahora bien, con este sistema China conseguía una porción muy pequeña del pastel porque se mantenía en un escalón inferior del capital global. Es decir, el gigante asiático podía ensamblar millones Iphones, pero estos luego viajaban de retorno de EE.UU y eran vendidos allí.
Número de bicicletas y coches en Pekín en 1979 y 2018. Autor: Héctor Juan. Fuente: Oficina de Seguridad Pública de Pekín.
La segunda dimensión es la acumulación autónoma, en consonancia con los tiempos actuales y en la que el Gobierno chino ha invertido en investigación manteniendo el control sobre un sector privado que ahora representa más del 50 % del PIB. En resumen, China funciona a través de empresas estatales, que copian y mejoran la tecnología de Occidente, y que compiten en el libre mercado ofreciendo un precio de compra menor. ¿O no le sorprende la gran cantidad de nuevas marcas de smartphones que han aparecido en el mercado a un precio asequible?
China no es solo un importante socio para Estados Unidos, sino es un aliado esencial para la mayoría de países. América Latina y África dependen de sus inversiones y préstamos, el gigante asiático es el primer socio comercial de la Unión Europea y otras naciones manufactureras del sudeste asiático, como Filipinas, dependen también del abrigo chino. Por otra parte, Rusia estrecha cada vez más lazos con Pekín y su presidente, Vladimir Putin, ha virado hacia Oriente a causa de sus tensas relaciones con Bruselas.
¿Cómo nos afecta la guerra comercial?
A corto plazo, la subida de los aranceles provocará un incremento en los precios de venta y, en consecuencia, una reducción en la capacidad de compra de las familias. Es decir, el consumo bajará y según apuntan algunos informes, estas nuevas restricciones a productos chinos harán que un hogar medio estadounidense aumente sus gastos en casi 800 dólares al año.

Estas medidas proteccionistas también reducirán las exportaciones del país que las adopta. Costará más que las mercancías chinas lleguen a los puertos estadounidenses, pero también los productos Made in USA tendrán más dificultades para encontrar compradores internacionales. Además, esta situación de incertidumbre provocará que las empresas ahorren más y, en definitiva, arriesguen menos capital haciendo descender la actividad económica.
En un reciente estudio de abril de 2018, el Banco Central Europeo (BCE) realizó una simulación sobre las consecuencias que habría si la guerra comercial durase dos años. El BCE proyectaba un escenario donde el PIB de EE.UU caería 1,5 puntos y China ante este panorama saldría ganadora, pues vendería menos bienes a su potencia enemiga pero ganaría la oportunidad de abrir su mercado en otros países. En cuanto al resto países, el deterioro en las relaciones comerciales conduciría a una caída del PIB mundial en casi un punto. En este contexto China también se vería golpeada indirectamente. Hechas las sumas y las restas, todos perderían.
Comments